II Domingo de Cuaresma (Ciclo B-2016)
Teofanía,
impresión, alianza, miedo, espanto, temor, promesa-transformación, encuentro,
sosiego, nueva vida... este podría ser el telegrama de las lecturas de este
domingo, un revolcón desde el encontrarse con Dios al ponerse en sintonía,
pasando por el susto, el rechazo, la desconfianza, las cautelas, la sorpresa
que pasa a admiración, que llega a caer a sus pies y adorar.
Maestro, qué bien se está
aquí... el encuentro con
Dios siempre es espiritualmente placentero, pues hace participar de su propia
esencia, de su paz, de su amor, de su comunión trinitaria. Sentir a Dios
presente con nuestros sentidos corporales es una rotura natural de lo normal,
algo que nos desborda, que nos supera, que nos hace temer y temblar, que supera
nuestro saber y nuestro poder controlar; Dios es más grande que nosotros,
superior a nosotros, anterior a nosotros... que se haga uno de nosotros y por
Él podamos sentir cerca a Dios es algo que nos supera por todos lados.
Sólo
los más cercanos, Pedro, Santiago y Juan subieron con Jesús a lo alto de la
montaña para orar, sólo estos tres vieron la transfiguración de Jesús, sólo
ellos contemplaron en gloria a Moisés y
Elías, la ley y los profetas, que
hablaban con Jesús de su muerte... Todo estaba escrito y anunciado, todo
estaba fijado en las alianzas que desde siglos iba haciendo Dios con su pueblo
por la ley dada a Moisés y preanunciado por Elías y todos los profetas,
cumplido en Jesús por su muerte y resurrección de entre los muertos.
«Mira al cielo; cuenta las
estrellas, si puede»s. Y añadió: «Así será tu descendencia.» Abrán
creyó al Señor, y se le contó en su haber. La promesa de Dios a Abrán es
grande , tanto como su terror ante lo absoluto. Encontrarnos cara a cara con
Dios, o con la realidad divina, o simplemente con su expresión, nos llena
siempre de espanto. Espanto por superlativo. Todo lo que escapa de nuestro
control nos asusta, y en el caso de Dios, nos supera.
Pero
como dice San Pablo en la Carta a los Filipenses tenemos dos opciones, dos
actitudes: la del mundo o la del cielo. En las dos no se puede estar, a las dos
no se puede querer. No siempre es fácil decidir aunque sepamos qué es lo mejor;
no siempre es fácil nadar contra corriente, a veces hasta parece imposible.
Pero nosotros somos ciudadanos del cielo,
de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro
cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que
posee para sometérselo todo. Entonces, y ya ahora, viviendo en Dios seremos
como transfigurados para quienes nos rodean; haremos por nuestras buenas obras
que vean las obras de Dios en nosotros; que en nuestra pobreza brille su
riqueza; que en nuestras limitaciones se vea la grandeza de Dios; que en
nuestra oscuridad resplandezca su luz. Que quien esté a nuestro lado pueda
decir como los apóstoles: qué bien se
está aquí aunque hablemos y vivamos de muerte y dolorosa pasión.
Fr. J.L.
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