Monasterio de las Huelgas de Burgos
14 de marzo de 2019
Cada vez que participo en
un funeral de una monja o de un monje me vienen muchos recuerdos y emociones
encontradas.
San Benito, en su Regla,
la Regla que seguimos los monjes y las monjas cistercienses, organiza la vida
de los monasterios bajando a detalles minuciosos en cantidad de detalles: sobre
los momentos de oración (cómo, dónde, cuándo...), sobre la comida, la bebida
(horas, cantidades, variedades...), la ropa, las salidas del monasterio, el
trabajo manual, la lectura, los horarios...
Curiosamente nada dice de
la muerte de un miembro de la comunidad. Daría la impresión de que en la vida
monástica, como debería ser en toda vida cristiana, la muerte está asumida e
integrada. El que: "él nos lleve a todos juntos a la vida eterna" con
que termina el capítulo 72 nos da la pista: la comunidad es para nosotros la
herramienta de salvación, taller, altar, calvario.
A lo largo de la
prolongada vida monástica de nuestra hermana Cecilia ha tenido ocasión de gozar
y sufrir, de vivir lo que es la comunidad.
Desde un pueblo llamado
La Aldea, un pueblo que parece sin nombre propio, una chavalita de 17 años,
llegó a Burgos, y Burgos significa pequeña ciudad, en la alta edad media
cualquier asentamiento de población; nuestra hermana Cecilia salió de un pueblo
sin nombre a una ciudad anónima.
Desde su sencillez de
niña, de la gente sencilla de la que
nos habla el evangelio, fue empapándose de Dios. Lo que recibió en el bautismo,
creció en la confirmación, y reavivó por su profesión monástica. Su entrega en
la vida diaria pasó por el acompañamiento del coro con el órgano, la sacristía,
la ropería... hasta que la enfermedad la
fue retirando de la vida ordinaria. Con todo rezumaba lo aprendido con los
años, la obediencia (siempre a la vera de M. Mercedes), la asiduidad al oficio,
su colaboración en el lavadero, el estar con la comunidad, dándose sin medida,
por sus hermanas de comunidad, al Dios que bien sabía, como Job que: mi defensor está vivo y que al final se
levantara a favor del humillado; de nuevo me revestiré de mi piel y con mi
carne veré a mi Dios; yo mismo lo veré.
Te doy
gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los
sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Te damos gracias, Padre,
por la vida de nuestra hermana Cecilia, por su entrega, por sus muchas horas
ante al sagrario, por su sonrisa, por sus formas de decir (que -por lo menos
yo- nunca sabía si hablaba en serio o en broma) Te damos gracias, Padre, por
que siguiendo a Cristo, como Él, cargó con su yugo y aprended de él, que es
manso y humilde de corazón, y encontró en él su descanso. Y aprendió y nos
enseñó que su yugo es llevadero y su carga ligera.
M. Cecilia, descansa en
paz.
Salmo 26 R/. El Señor es mi luz y mi salvación.
Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Romanos 6, 3-9
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