25 de julio de 2020
Hoy
las tres lecturas que hemos escuchado tienen un mensaje para nosotros, cada una
marcada por una palabra.
De
la primera nos resuena el nombre de Jesús,
ese nombre que en Jerusalén, el sumo sacerdote y los miembros del Sanedrín
prohíben decir a los apóstoles, nombre que ni siquiera ellos pronuncian usando
el despectivo: el nombre de ese.
Los
judíos no podían pronunciar el nombre de Yahvé, el nombre de Dios; ya ante
Moisés Dios se presenta cono “Yo soy el
que soy” Ahora, para los representantes del pueblo judío es Jesús el nombre
impronunciable, sin saberlo estaban proclamando ya su divinidad. Pero sí habían
comprobado que el Nombre de Jesús, como el nombre de Yahvé salva, tiene poder;
en su nombre los apóstoles estaban curando enfermos, resucitando muertos,
echado demonios, hacían signos y milagros, cambiaban vidas.
Porque
sí, el nombre de Jesús salva.
Como
dice San Pablo y nosotros cantamos todas las semanas en la liturgia: al nombre de Jesús toda rodilla se doble en
el cielo y en la tierra, en el abismo y toda lengua proclame, Jesucristo es
Señor para gloria de Dios Padre.
En
el pasaje de la segunda carta a los Corintios se nos habla de: el tesoro
del misterio que llevamos en vasijas de barro. Un misterioso tesoro que es nuestra
fe, el conocer a Jesús y seguirle.
Y
ciertamente si ese recipiente, esas vasijas, somos nosotros la fragilidad es
palpable: seguimos en una pandemia en la que un virus desconocido desestabiliza
y mata, vasija más frágil que nuestra vida o nuestro cuerpo no lo
encontraremos. Si pensamos en los bienes materiales: los valores se devalúan,
se pueden estropear o perder, nos los pueden robar…
Solo
los bienes de Dios permanecen por débil que sea el recipiente.
El
Evangelio nos relata los intereses apostólicos, la búsqueda de puestos y el
poder que estos conllevan. Puestos-poder es la palabra que nos ocupa. Y son dos
los que los piden por intercesión de su madre, pero por la discusión que surge,
son todos los que los pretenden y desean y de ahí su enfado e indignación.
Cuantas
veces el Papa Francisco ha recordado que la autoridad es el servicio, que
mandar es servir. Jesús lo dice de palabra y lo cumplió con su vida: Sabéis que los jefes de los pueblos los
tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que
quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser
primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre
no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por
muchos.
Tomando
la condición de siervo, pasando por uno de tantos, vivió treinta años de vida
oculta, haciendo lo que hacían todos, viviendo del trabajo de sus manos;
predicó desde abajo, desde el suelo polvoriento, con palabras sencillas, para
la gente sencilla. Y lavó los pies a sus discípulos, misión en que se empleaba
en siervo más siervo de la casa. Y dio su vida muriendo en cruz, el cadalso más
despreciable en el momento. Y resucitó, siendo de ello primeras testigos las
mujeres, cuya palabra no tenía valor en un juicio…
El que quiera ser grande entre vosotros,
que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea
vuestro esclavo. Más
claro no se puede decir, y es Palabra textual del Evangelio.
Decir
el nombre de Jesús es actuar con todo su poder, poder que no puede ser otra
cosa que entrega y servicio.
Dejarse
llenar por el tesoro del misterio, es
dejarse hacerse por Él, y tomar con Él esa condición de esclavo, que nos hace
grandes, que hace resistente nuestra frágil vasija.
Que
Santiago el peregrino, Santiago el caballero, Santiago el impetuoso apóstol.
Que Santiago, el patrono de España, interceda siempre por nosotros.
Fray J.L.
El apóstol Santiago (c.1655). Bartolomé Esteban Murillo
Lienzo no expuesto en el Museo del Prado (Madrid)