I Domingo de Cuaresma (A)
El
pasado miércoles, con la bendición e imposición de la ceniza comenzábamos el
tiempo de Cuaresma. Cuarenta días de camino hacia la Pascua. Cuarentena que
recuerda los días con sus noches que duró el diluvio; Los días de la espera de
Noé y los suyo en el arca hasta que desembarcaron; los cuarenta días que los
israelitas estuvieron reconociendo la tierra prometida, tierra que mana leche y miel, y que se convirtieron en otros tantos
años de vueltas y revueltas por el desierto por sus dudas y falta de fe; los
días que pasó Moisés en la montaña antes de recibir las tablas de la Ley; los
mismos días que estuvo Goliat provocando al cobarde ejército de Israel hasta
ser vencido por David, quien recibió en pago 40 años de reinado; cuarenta los
días que pasó Jesús en el desierto antes de presentarse a Israel. Cuarenta días
que nosotros tenemos por delante.
Las
lecturas de este domingo dan color al tiempo cuaresmal, pecado y conversión, caídas
y arrepentimientos, bien y mal, ojos que ven o ojos que contemplan, un pecado y
un acto salvador, un tentador y un vencedor.
Un
paraíso y un desierto. En la tradición monástica el claustro es imagen del
paraíso, donde todo es armonía, concordia y paz, donde se puede hablar con el
Señor como con un amigo. Y en la misma bibliografía monástica encontramos que
el desierto es, a menudo, el camino del claustro y el lugar preferido para ese
encuentro íntimo con Dios.
En
uno y en otro, Dios se hace el encontradizo, sale al paso de su creatura; pero
también la tentación. Adán y Eva fueron tentados, el pueblo de Israel -en su
peregrinaje- fue tentado, Jesús fue tentado, nosotros somos tentados.
Pero
el asunto no es ser tentado, y pobre el que no sea tentado, el asunto es vencer
la tentación. Hacer de la tentación herramienta de progreso como dice San Agustín:
...nuestro progreso se realiza
precisamente a través de la tentación, y nadie se conoce a si mismo si no es
tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni vencer si no ha combatido,
ni combatir se carece de enemigo y tentaciones. (S. Agustín, Comentario
sobre los Salmos)
Ser
tentados. Nuestra verdadera tentación es no cumplir el proyecto que Dios tiene
sobre nosotros, ésta fue la tentación de Jesús. Quién no quiere prestigio,
fama, comodidades, mandar y ser obedecido, tener... es muy humano y Jesús, como
hombre, fue tentado en lo que a todos más nos duele. La ambición del ser como dioses, del Génesis; el ser más de todo tiempo sigue invadiendo
nuestros propios y necesarios desiertos.
Ser
tentados... y caer para ser salvados. No hay proporción entre el delito y el don:
si por el delito de uno solo murieron todos, con mayor razón la gracia de Dios
y el don otorgado en virtud de un hombre, Jesucristo, se han
desbordado sobre todos (2ª lectura)
No nos podemos quedar en la tentación y en la caída que conlleve, la tentación
es camino de salvación. Y cito de nuevo a San Agustín: En Cristo eras tentado tú, porque Cristo tenía de ti la carne, y de él
procedía para ti la salvación; de ti procedía la muerte para él, y de él par ti
la vida; de ti para él los ultrajes, y de él para ti los honores; en
definitiva, de ti para él la tentación de él para ti la victoria.
El
Papa Francisco en su Mensaje para esta Cuaresma, comentando el texto del hombre
rico y el pobre Lázaro (Lc 16, 19-31) marca tres pautas:
1.-
El
otro es un don. Todos somos para el otro y los otros son para nosotros,
grito de Dios; la justa relación con las
personas consiste en reconocer con gratitud su valor. Incluso el pobre en la
puerta del rico, no es una carga molesta, sino una llamada a convertirse y a
cambiar de vida.
La primera invitación que nos hace esta
parábola es la de abrir la puerta de nuestro corazón al otro, porque cada
persona es un don, sea vecino nuestro o un pobre desconocido. La Cuaresma es un
tiempo propicio para abrir la puerta a cualquier necesitado y reconocer en él o
en ella el rostro de Cristo.
Cada uno de nosotros los encontramos en
nuestro camino. Cada vida que encontramos es un don y merece acogida, respeto y
amor. La Palabra de Dios nos ayuda a abrir los ojos para acoger la vida y
amarla, sobre todo cuando es débil. Pero para hacer esto hay que tomar en serio
también lo que el Evangelio nos revela acerca del hombre rico.
2.- El pecado nos ciega. En -el hombre que vive para el tener- se vislumbra de forma patente la corrupción
del pecado, que se realiza en tres momentos sucesivos: el amor al dinero, la
vanidad y la soberbia.
Para el hombre corrompido por el amor a
las riquezas, no existe otra cosa que el propio yo, y por eso las personas que
están a su alrededor no merecen su atención. El fruto del apego al dinero es
una especie de ceguera: el rico no ve al pobre hambriento, llagado y postrado
en su humillación.
y 3.- La Palabra es un don. En la parábola se descubre el verdadero problema del rico: la raíz de sus males está
en no prestar oído a la Palabra de Dios; esto es lo que le llevó a no amar ya a
Dios y por tanto a despreciar al prójimo.
La Palabra de Dios es una fuerza viva,
capaz de suscitar la conversión del corazón de los hombres y orientar
nuevamente a Dios. Cerrar el corazón al don de Dios que habla tiene como efecto
cerrar el corazón al don del hermano.
Y
termino con las palabras del propio Papa: Queridos
hermanos y hermanas, la Cuaresma es el tiempo propicio para renovarse en el
encuentro con Cristo vivo en su Palabra, en los sacramentos y en el prójimo. El
Señor "que en los cuarenta días que pasó en el desierto venció los engaños
del Tentador" nos muestra el camino a seguir.
Que el Espíritu Santo nos guíe a realizar
un verdadero camino de conversión, para redescubrir el don de la Palabra de
Dios, ser purificados del pecado que nos ciega y servir a Cristo presente en
los hermanos necesitados...
Oremos unos por otros para que,
participando de la victoria de Cristo, sepamos abrir nuestras puertas a los
débiles y a los pobres. Entonces viviremos y daremos un testimonio pleno de la
alegría de la Pascua.
Feliz Cuaresma, camino hacia la Pascua.
Feliz Domingo.
Salmo 50 R/. Misericordia, Señor: hemos pecado
Carta a los Romanos 5, 12-19
San Mateo 4, 1-11
Capilla Sixtina del Vaticano
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