sábado, 24 de octubre de 2020

Lo primero y lo último…

 Domingo XXX del T.O.

 

Éxodo 22, 20-26

Salmo 17              R/. Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza

Primera a los Tesalonicenses 1, 5c-10

San Mateo 22, 34-40

Este domingo la Palabra nos recuerda lo esencial de nuestra vida cristiana, el amor. Amar a Dios como primer mandamiento y al prójimo como a uno mismo.

Y sabemos más o menos quien es Dios, y que debemos amarlo sobre todas las cosas. Nos cuesta más reconocer a nuestro prójimo, aunque por definición es quien está a nuestro lado, el próximo. Incluso parece más fácil volcarnos con quien pasa necesidad lejos, olvidando a los que cerca nos necesitan.

La primera lectura, del libro del Éxodo, propone una breve lista siempre actual: los forasteros, viudas y huérfanos, aquellos a los que hay que prestar, o los que dan en prenda lo poco que tienen, el mato, que tanto sirve como abrigo que como lecho. Cualquiera de ellos si grita al Señor, será escuchado, porque Dios es compasivo.

Quizás sea la compasión la otra cara de la moneda del amor, quizás la cruz de la misma moneda, la que más nos cuesta ver, porque menos nos gusta.

En la reciente encíclica del Papa, Francisco Fratelli Tutti a partir del nº 91 hablado del valor del amor, colocándolo en el centro y como nexo de todo lo demás, dice: “Las personas pueden desarrollar algunas actitudes que presentan como valores morales: fortaleza, sobriedad, laboriosidad y otras virtudes. Pero para orientar adecuadamente los actos de las distintas virtudes morales, es necesario considerar también en qué medida estos realizan un dinamismo de apertura y unión hacia otras personas. Ese dinamismo es la caridad que Dios infunde. De otro modo, quizás tendremos sólo apariencia de virtudes, que serán incapaces de construir la vida en común… San Buenaventura, explicaba que las otras virtudes, sin la caridad, estrictamente no cumplen los mandamientos «como Dios los entiende».

La altura espiritual de una vida humana está marcada por el amor, que es «el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana». Sin embargo, hay creyentes que piensan que su grandeza está en la imposición de sus ideologías al resto, o en la defensa violenta de la verdad, o en grandes demostraciones de fortaleza. Todos los creyentes necesitamos reconocer esto: lo primero es el amor, lo que nunca debe estar en riesgo es el amor, el mayor peligro es no amar (cf. 1 Co 13,1-13).

En un intento de precisar en qué consiste la experiencia de amar que Dios hace posible con su gracia, santo Tomás de Aquino la explicaba como un movimiento que centra la atención en el otro «considerándolo como uno consigo». La atención afectiva que se presta al otro, provoca una orientación a buscar su bien gratuitamente. Todo esto parte de un aprecio, de una valoración, que en definitiva es lo que está detrás de la palabra “caridad”: el ser amado es “caro” para mí, es decir, «es estimado como de alto valor». Y «del amor por el cual a uno le es grata la otra persona depende que le dé algo gratis».

El amor implica entonces algo más que una serie de acciones benéficas. Las acciones brotan de una unión que inclina más y más hacia el otro considerándolo valioso, digno, grato y bello, más allá de las apariencias físicas o morales. El amor al otro por ser quien es, nos mueve a buscar lo mejor para su vida. Sólo en el cultivo de esta forma de relacionarnos haremos posibles la amistad social que no excluye a nadie y la fraternidad abierta a todos.

El amor nos pone finalmente en tensión hacia la comunión universal. Nadie madura ni alcanza su plenitud aislándose. Por su propia dinámica, el amor reclama una creciente apertura, mayor capacidad de acoger a otros, en una aventura nunca acabada que integra todas las periferias hacia un pleno sentido de pertenencia mutua. Jesús nos decía: «Todos vosotros sois hermanos» (Mt 23,8).

Esta necesidad de ir más allá de los propios límites vale también para las distintas regiones y países. De hecho, «el número cada vez mayor de interdependencias y de comunicaciones que se entrecruzan en nuestro planeta hace más palpable la conciencia de que todas las naciones de la tierra […] comparten un destino común. En los dinamismos de la historia, a pesar de la diversidad de etnias, sociedades y culturas, vemos sembrada la vocación de formar una comunidad compuesta de hermanos que se acogen recíprocamente y se preocupan los unos de los otros».”

Dios que es compasivo y misericordioso, nos creo a su imagen y semejanza, a cada uno de nosotros y a todos los otros.

Seamos como Él compasivos y misericordiosos.

 

 

Feliz Domingo

 

fr. jl

 

 

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