XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario (B)
Sabiduría 7, 7-11
Salmo 89, 12-13. 14-15. 16-17 R/. Sácianos de tu misericordia, Señor,
Hebreos 4, 12-13
Marcos 10, 17-30
Muchos pueden ser los caminos que nos llevan a Dios y a la vida eterna. El encuentro con Dios se puede dar en el silencio, por la palabra, en un accidente, por un acontecimiento familiar, por una nueva vida o una muerte, un amigo o un desconocido, hasta un enemigo, en la contemplación de la naturaleza... lo que según el evangelio de hoy, parece que impide ese acercase y seguir a Dios es el dinero. A Dios no se le compra, Dios es gratis, gratuidad y gratitud.
En el Antiguo Testamento las riquezas se han visto siempre como bendiciones de Dios, al igual que los hijos, una vida longeva, una familia dilatada.
El dinero es necesario, todos lo sabemos y a diario lo empleamos, pero no nos lleva a Dios, es más, a menudo, por su mal uso y abuso, nos separa de Él. Es una herramienta más para nuestro vivir, herramienta que hay que saber usar.
En el joven del Evangelio, como en la vida de cada uno de nosotros el problema no es tanto lo que tenemos o dejamos de tener, sino si lo que tenemos nos retiene, nos lastra. Y no hace falta que sean grandes cantidades, cualquier cosa nos puede retener, nos puede hinchar e impedir pasar por la puerta estrecha, por el ojo de la aguja.
El joven rico estaba bendecido por Dios, incluso sus riquezas no le impedían vivir según la Ley, pero aun así buscaba otra riqueza, un tesoro en el cielo.
San Benito en el capítulo 33 de la Regla nos recuerda que el monje no debe tener en propiedad nada absolutamente, ni libro, ni tablillas, ni pluma, nada en absoluto, como a quienes no les es lícito disponer de su cuerpo ni seguir sus propios deseos... como está escrito, de modo que nadie piense o diga que algo es suyo. Y en el capítulo siguiente dice: Está escrito: “Repartíase a cada uno de acuerdo a lo que necesitaba” (citando el libro de los Hechos)... el que necesita menos, dé gracias a Dios y no se contriste; en cambio, el que necesita más, humíllese por su flaqueza y no se engría por la misericordia. Así todos los miembros estarán en paz.
San Benito, como sabio padre y maestro, no quiere que sus monjes, sus hijos, tengan colesterol espiritual, no desea que en sus seguidores las cosas materiales obstrullan las arterias del alma
Las riquezas que se apolillan y herrumbran, tesoros de la tierra para la tierra; los tesoros del cielo para el cielo.
La viuda pobre, el tesoro escondido, la perla preciosa... no pocas veces el Evangelio nos lo recuerda, dejar lo material y buscar lo importante, lo que hace crecer por dentro, lo que alimenta el espíritu.
La Sabiduría, como término bíblico, se traduce por conocimiento de Dios, por saboreo de Dios. Con Ella, nos dice la primera lectura, me vinieron todos los bienes. Oro, plata, piedras preciosas... son nada ante ella. Incluso la salud y la belleza, que no son cosas materiales tangibles, brillan menos que Ella.
Vemos ricos a quienes sus riquezas no les dan para vivir ni mucho menos les dan vida. Vemos otros, ricos o pobres, que abandonados en Dios, sienten su mano protectora presente en sus vidas, como Padre, como Madre, desvividos por cada uno de sus hijos con un amor personal, individual y completo.
Los hermanos y hermanas aquí presentes pueden decir como Pedro: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.» Y ciertamente, muchos han dejado sus lugares de origen y sus familias, sus trabajos, sus comunidades, sus riquezas y bendiciones de Dios a muchos kilómetros de distancia. Dejado todo por Cristo y por el Evangelio.
También la respuesta de Jesús sigue siendo la misma: «Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones, y en la edad futura, vida eterna.»
Para el diácono San Lorenzo, en los primeros siglos de la Iglesia, su riqueza eran los pobres. Para muchos voluntarios hoy, en mil organizaciones religiosas o no, su riqueza y la mejor paga, es la sonrisa de un anciano, o de un niño, la mirada agradecida de un enfermo, o de cualquier necesitado en quien emplean su tiempo y su saber, o el ver que una comunidad prospera con su ayuda en dignidad o educación... Estos bienes, estas riquezas llenan mucho y a la vez son bien livianas para pasar por la puerta estrecha, por el ojo de la aguja. La riqueza de la Iglesia son los pobres, la autoridad el servicio, el que quiera ganar su vida que la pierda... esta es la dinámica del Evangelio.
Jesús, le miró con cariño. Nos mira con cariño. Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios, Dios lo puede todo. Donde está nuestro tesoro allí está nuestro corazón. Que nuestro corazón esté en Dios, en los necesitados, en servir... nuestra riqueza ya será grande aquí y nuestra recompensa eterna en el cielo.
fr. jl
Monjes y monjas participantes del P.R.E.M.
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