“¡No la
debemos dormir la Noche Santa!”. La noche en que María dio a luz a su hijo que,
además de ser hombre, era Dios. Una experiencia inédita para quien calificamos
de Omnipotente: poder contemplar la luz con ojos humanos, sentir en su cuerpo
los besos y las caricias de una madre primeriza impresionada, emocionada,
sobrecogida, pero a la vez plenamente consciente de su papel de sus deberes y
derechos de maternidad, con ese instinto que ellas poseen para cuidar a esos
seres tan indefensos y menesterosos como son los recién nacidos. Esto que nos
parece tan normal en cualquier nacimiento, se convierte en algo estremecedor
cuando pensamos que este Recién Nacido es el DIOS DEL UNIVERSO.
Y enseguida
nos formulamos la pregunta: “¿Por qué?” o “¿para qué?” o, mejor aún, “¿por
quién?”. Y al saber la respuesta es cuando nos sentimos literalmente abrumados,
como incapaces de asimilar tanta grandeza y bondad. Es cierto que la repetimos
de memoria al recitar nuestro credo “propter nos homines et propter nostram
salutem descendit de coelis”; por nosotros y por nuestra salvación ocurrió la
Navidad, pero, si nos detenemos un poco, sentimos un escalofrío al notar de
forma tan evidente y entrañable el gran amor con que Dios nos ama.
Este desbordamiento
del amor divino es la derivada natural de la condición de Dios, de su misma
naturaleza, que es Misericordia y Generosidad sin medida. Es verdad que al
pecado, desde un cierto punto de vista y en razón justamente del Ofendido,
puede atribuírsele una superlativa nota de exceso, de maldad infinita que, de
hecho, sólo Dios podía saldar en estricta justicia, pero hay modos y modos.
Dios, decimos en nuestro humilde lenguaje, se excedió.
En el Domingo
IV de Adviento encontrábamos un simpático ejemplo de la “medida” de nuestro
pecado que habrá de ser absorbido por la sanación del Mesías, el Salvador, como
le llamamos. Ya sabéis que en el canto gregoriano se enfatizan algunas palabras
o frases más importantes a base de una riqueza melódica y neumática que ponen
de relieve y subrayan fuertemente la palabra o palabras principales. Suele
ocurrir esto en las piezas más estructuradas y ricas, musicalmente hablando,
como los Aleluyas. Precisamente, mientras la schola cantaba el texto del
Aleluya del Domingo pasado reparé, con cierta extrañeza, en que la palabra más
adornada y de larga vocalización era justamente “pecado” (facinora, en latín),
como haciéndonos caer en la cuenta de que la malicia de nuestro pecado de ayer,
se redime con la Salvación de hoy (hodie, en latín, que escuchábamos en el
Aleluya); además enseguida asocié el “facinora ampliamente adornado, con el
consolador texto pascual “O felix culpa” que nos trajo tal Salvador.
Esta bellísima
realidad de que dónde abundó el pecado sobreabunda la gracia, es justamente lo
que estamos viviendo en esta Noche Santa. Por
eso “no la debemos dormir”, la debemos celebrar, la debemos cantar, la
debemos disfrutar, la debemos proclamar y la debemos sentir y aprovechar con
toda la intensidad del cuerpo , de la mente, del corazón y del alma y del
espíritu. Hoy nos ha nacido un SALVADOR.
Abad Jesús Marrodán
La Adoración de los Pastores (1605). Pieter Paul Rubens
Pinacoteca Cívica di Fermo (Italia)
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