II Domingo de Navidad (Ciclo C)
Celebrar
la Navidad supone hacer a Dios niño, lo inmenso diminuto y la Palabra silencio.
Querer
celebrar en dos semanas el misterio de Dios hecho carne; la anunciación, el
nacimiento y la epifanía, pasando por la visitación, la adoración de los
pastores, la familia de Nazaret y a María como Madre de Dios... querer celebrar
todo esto es un empacho celebrativo (como las comidas de estos días pueden ser
un empacho culinario), querer asimilar tanto misterio es imposible.
De
hecho volvemos a escuchar en este día el Evangelio ya leído el día mismo de
Navidad, no se puede digerir en una sola celebración. Es, sin duda, la página
más teológica de toda la escritura.
En el principio existía la
Palabra, el Verbo, dice
la nueva traducción de los leccionarios,
y la Palabra era Dios, y la Palabra estaba junto a Dios; por ella todo se hizo
y sin ella... Y la Palabra se hizo hombre y acampó entre nosotros.
Quizás
sean los prefacios de este tiempo quien mejor nos aplique y explique estos
misterios: Y gracias al misterio de la
Palabra hecha carne, la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos con nuevo
resplandor, para que conociendo a Dios visiblemente, él nos lleve al amor de lo
invisible (Prefacio I de Navidad) Porque en el misterio santo que celebramos,
Cristo el Señor, sin dejar la gloria del Padre, se hace presente entre nosotros
de un modo nuevo; el que era invisible en su naturaleza se hace visible al adoptar
la nuestra; el eterno, engendrado antes del tiempo, comparte nuestra vida
temporal, para asumir en sí todo lo creado, para reconstruir lo que estaba
caído y restaurar de este modo el universo, para llamar de nuevo al reino de
los cielos al hombre sumergido en el pecado (Prefacio II de Navidad) Y el Prefacio III: Por
él (Cristo) hoy resplandece ante el mundo el maravilloso intercambio de nuestra
salvación; pues al revestirse tu Hijo de nuestra frágil condición no solamente
dignificó nuestra naturaleza para siempre, sino que por esta unión admirable
nos hizo partícipes de su eternidad.
Dios,
en el Génesis, en el principio, iba nombrando y creando las cosas, por el poder
de su Palabra. Esa misma Palabra, ahora camina entre nosotros. Dios nace y nos
renace. De alguna manera al nacer en el mundo, al hacerse uno de notros, se
hace nosotros... si le recibimos. Y si la Palabra de Dios nos llena, nos
empapa, nosotros no podremos dejar de ser su reflejo, su impronta, su nueva
creación. Hoy, hay muchas palabras (con minúsculas), demasiados charlatanes
vendedores de aire; palabras vacías que no llenan, ni aportan, ni transforman,
que no dan sentido ni hacen crecer, que no tienen poder creador ni salvador. La Palabra se hizo carne y acampó entre
nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único..., lleno
de gracia y de verdad.
La
Palabra se encarna en el tiempo y en nosotros, por eso se hace denuncia,
anuncio, predicación, Buena Noticia. Quizás debamos decir menos palabras y ser
más Palabra. Es éste el año dedicado a la Misericordia, la Palabra encarnada
nos debe llevar a dar y buscar misericordia. Hoy se nos invita a ser Palabra de
Vida, a ser Palabra que ilumina, a ser Palabra que engendra vida, a ser
Misericordia para todos.
Termino
con la felicitación que un amigo me ha enviado estos días y que creo resume tan
gran misterio en tan poca cosa como puede ser un niño recién nacido, con mucha
resonancia de tradición monástica: Navidad
es Dios haciéndose ser humano. Un Pequeño que nos hace grandes, una Debilidad
que nos hace fuertes, un Misterio que da sentido a la vida. Por eso deseamos
Paz, Felicidad, Luz...porque Dios nos ama. Os deseo de corazón un feliz
encuentro con el Nacido. Un abrazo
Fr. J.L.
Eclesiástico 24, 1-2, 8-12
Salmo 147 R/. La palabra se hizo carne y acampó entre nosotros
Carta a los Efesios 1, 3-6, 15-18
Juan 1, 1-18
La Sagrada Familia del cordero (1507). Rafael Sanzio
Museo del Prado (Madrid)
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