SANTIAGO, APÓSTOL (25 de Julio)
No cabe
duda que el lenguaje del Evangelio resulta, en muchas ocasiones, exigente y
difícil de digerir. Y nada digamos de la práctica del mismo. Pasamos, como de
puntillas, por algunas de las enseñanzas de Jesús, o procuramos -mediante una
exégesis rebuscada, apañadita o acomodaticia- edulcorar la radicalidad del
mensaje.
Hoy nos dice el Maestro: El que quiera ser grande, que sea el servidor; y el que quiera ser el primero, que sea el último de todos. Un programa diametralmente opuesto a nuestros intereses, a lo que nos pide el cuerpo y más aún el espíritu. ¿Quién no apetece de poder, del ansia de protagonismo, del deseo de figurar... en un mundo, competitivo, exhibicionista y ambicioso? Pero este pecado es viejo y universal.
Santiago
lo sufrió igualmente, el deseo de grandeza y gloria, de aspirar a los primeros
puestos, de que los demás nos extiendan la alfombra por donde vamos a pasar... Jesús
va a corregir inmediatamente y con cierta contundencia este desvío de las
proposiciones de su discípulo: por ahí no se va bien, ese no es el camino. Y les
habla de beber el cáliz de la pasión,
como él también lo hará primero.
Probablemente
Santiago, como en su momento Pedro, no entendió el alcance de las palabras de
Jesús, aunque, también como Pedro, lo entendería más tarde, cuando la luz y el
fuego del Espíritu los llene en Pentecostés. De ahí la consumación de su vida
en el servicio de la predicación y del apostolado dando testimonio valiente y
continuado de la resurrección de Jesucristo, su Señor y Maestro. La tradición
dice que llegó Hispania, hasta el fin del mundo conocido, para sembrar aquí la
semilla de la salvación, pensando, como Pablo, que cuantos más reciban la gracia, mayor será el agradecimiento para gloria
de Dios. Y confiado en la fuerza de Dios y no en las propias ya que este tesoro
del ministerio lo llevamos en vasijas de barro.
Santiago
murió por no cejar en su empeño de transmitir vigorosamente aquella verdad que
era Cristo Resucitado, de la que él había sido testigo cualificado y, en cierto
modo, privilegiado. No podía silenciar la transformación, liberación y
salvación de la que él mismo se sentía beneficiario. Por eso creyó que debía obedecer a Dios antes que a los hombres,
lo que le ocasionaría más de una situación delicada, onerosa, difícil, penosa y
a la postre letal. Pero ya estaba maduro para la siega, como nuestros campos en
estos calurosos días. Apuró el cáliz sin temblarle el pulso, hasta el final, con
todas sus consecuencias, como su Maestro.
Dios
-como hace siempre- secundó los deseos del ardiente apóstol y efectivamente fue
el primero del apostolado en derramar su sangre por causa del Reino, de ese
Reino cuyos relevantes puestos ambicionaba.
Santiago
el peregrino, Santiago el caballero, Santiago el impetuoso apóstol.
Santiago,
patrono de España, ruega por nosotros.
Fr. J.L.
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